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El asesinato de Jorge Eliécer Gaitán aún espera justicia

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 Por Silverio E. Escudero

El 9 de abril próximo se cumplirán 70 años de un asesinato que se hizo grito y bandera en la garganta de miles de bogotanos: ¡Mataron a Gaitán!
Fue una noticia que corrió como reguero de pólvora e inundó las calles de la antigua ciudad de Bogotá.
Habían matado a Jorge Eliécer Gaitán (JEG), el hombre, el político liberal en su sentido más estricto. En quien millones de colombianos tenían cifradas esperanzas para salir del clima de postergación y zozobra que habían sumido al país una serie de gobiernos que se reivindicaban como orgullosos continuadores del período colonial.
Su muerte trágica en pleno centro de Bogotá, en aquel abril de 1948, no ha sido esclarecida. Los gobiernos que se han sucedido desde entonces han sembrado más confusión en un mar de especulaciones e hipótesis acerca de las verdaderas motivaciones de sus autores materiales y de quiénes los armaron.
Fue, sin duda, esa muerte absurda la Caja de Pandora cuyos vientos marcaron el comienzo de una época de violencia extrema que ha cobrado -según las fuentes a las que se recurra- entre 500 mil y un millón de muertos y cerca de cuatro millones de desplazados.
Las hipótesis sobre su asesinato siguen multiplicándose. Es por ello que la decisión de conmemorar el martirologio de Gaitán será la ocasión propicia para tamizar tanta basura que sembraron a lo largo del tiempo los servicios de informaciones de Estados Unidos, la Unión Soviética, Cuba, Argentina, Venezuela, Perú, Francia y Gran Bretaña, entre otros.
Pero volvamos al año 48. Por esos días todo era confusión en la ciudad capital de Colombia. Habida cuenta de que se desarrollaba en esa metrópoli la IX Conferencia Panamericana que dio origen a la Organización de Estados Americanos (OEA), cuando también se firmaron el Pacto de Bogotá y la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre.
Y el Congreso Latinoamericano de Estudiantes -una verdadera contracumbre-, en cuyo seno se produjo el encuentro entre Gaitán y un ascendente Fidel Castro, delegado de la Universidad de La Habana, que se había transformado en la figura excluyente del encuentro estudiantil.
Más allá de las actividades políticas que eran su norte, ese 9 de abril fue un día especial en la vida profesional de JEG. Había obtenido una de sus más resonantes victorias judiciales al lograr la absolución del teniente Cortez Poveda, acusado de la muerte del periodista Eudoro Galarza Ossa, el 12 de octubre de 1938. “Alegando, para ello, legítima defensa del honor del procesado y de la institución militar a la que pertenecía. Por ello se encontraba en sus oficinas en el área del centro de Bogotá, celebrando el éxito obtenido con un grupo de amigos. Al bajar de su estudio jurídico para tomar un café fue sorprendido por la bala infame y cobarde de Juan Roa Sierra, único asesino identificado de Gaitán”, afirmó una de las crónicas.
El 7 de febrero, 31 días antes de su asesinato, Gaitán, como candidato a la presidencia de Colombia, colmó en Bogotá la Plaza de Bolívar, donde pronunció su Oración por la Paz.
Ante un auditorio silencioso que portaba y agitaba banderas negras en señal de duelo por las muertes que ya había comenzado a cobrar la violencia política instaurada desde el poder, Gaitán pudo decir a todo pulmón aquella frase que lo inmortalizó en la historia: “Yo no soy un hombre, soy un pueblo”.

“Señor Presidente -dijo dirigiéndose al mandatario conservador Mariano Ospina Pérez-, aquí no se oyen aplausos; sólo se ven banderas negras que se agitan.”
Y añadió en esa histórica oración: “Ninguna colectividad en el mundo ha dado una demostración superior a la presente. Pero si esta manifestación sucede, es porque hay algo grave y no por triviales razones. Hay un partido de orden capaz de realizar este acto para evitar que la sangre siga derramándose y para que las leyes se cumplan, porque ellas son la expresión de la conciencia general. No me he engañado cuando he dicho que creo en la conciencia del pueblo, porque ese concepto ha sido ratificado ampliamente en esta demostración, donde los vítores y los aplausos desaparecen para que sólo se escuche el rumor emocionado de los millares de banderas negras que aquí se han traído, para recordar a nuestros hombres villanamente asesinados.”
Y agregó: “Señor Presidente: nuestra bandera está enlutada y esta silenciosa muchedumbre y este grito mudo de nuestros corazones sólo os reclama: ¡que nos tratéis a nosotros, a nuestras madres, a nuestras esposas, a nuestros hijos y a nuestros bienes, como queráis que os traten a vos, a vuestra madre, a vuestra esposa, a vuestros hijos y a vuestros bienes!”
¡Gaitán Vive! dicen los colombianos, vive en la validez de sus convicciones: “La libertad, la democracia, la igualdad serán palabras vacías de verdad si no se las regula con el criterio de la economía respecto de los ciudadanos (…) No queremos un Estado para regalo de quienes lo usufructúan sino un Estado para la vida económica y social de todo el pueblo (…) Pueblo que ha venido perdiendo las ideas para reemplazarlas por el rótulo; pueblo que por lo mismo no puede sentir el acicate de las hondas, vastas y próvidas pasiones, no puede desarrollar sus actividades sino dentro del plano miserando de la vil granjería.”
Gabriel García Márquez así anotó los hechos en sus memorias: “Pocos días después -el 7 de febrero de 1948- hizo Gaitán el primer acto político al que asistí en mi vida: un desfile de duelo por las incontables víctimas de la violencia oficial en el país, con más de 70 mil mujeres y hombres de luto cerrado, con las banderas rojas del partido y las banderas negras del duelo liberal. Su consigna era una sola: el silencio absoluto. Y se cumplió con un dramatismo inconcebible, hasta en los balcones de residencias y oficinas que nos habían visto pasar en las once cuadras atiborradas de la avenida principal. Una señora murmuraba a mi lado una oración entre dientes. Un hombre junto a ella la miró sorprendido: -¡Señora, por favor!-.
Ella emitió un gemido de perdón y se sumergió en el piélago de fantasmas. Sin embargo, lo que me arrastró al borde de las lágrimas fue la cautela de los pasos y la respiración de la muchedumbre en el silencio sobrenatural. Yo había acudido sin ninguna convicción política, atraído por la curiosidad del silencio, y de pronto me sorprendió el nudo del llanto en la garganta. El discurso de Gaitán en la plaza de Bolívar, desde el balcón de la contraloría municipal, fue una oración fúnebre de una carga emocional sobrecogedora. Contra los pronósticos siniestros de su propio partido, culminó con la condición más azarosa de la consigna: no hubo un solo aplauso.

Así fue la ‘marcha del silencio’, la más emocionante de cuantas se han hecho en Colombia. La impresión que quedó de aquella tarde histórica, entre partidarios y enemigos, fue que la elección de Gaitán era imparable. También los conservadores lo sabían, por el grado de contaminación que había logrado la violencia en todo el país, por la ferocidad de la policía del régimen contra el liberalismo desarmado y por la política de tierra arrasada. La expresión más tenebrosa del estado de ánimo del país la vivieron aquel fin de semana los asistentes a la corrida de toros en la plaza de Bogotá, donde las graderías se lanzaron al ruedo indignadas por la mansedumbre del toro y la impotencia del torero para acabar de matarlo. La muchedumbre enardecida descuartizó vivo al toro. Numerosos periodistas y escritores que vivieron aquel horror o lo conocieron de oídas, lo interpretaron como el síntoma más aterrador de la rabia brutal que estaba padeciendo el país.”

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