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Donald Trump, el racismo a flor de piel

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¿Quién es ese hombre tan discutido que intenta rehacer -o dinamitar- la unidad del Partido Republicano? ¿Qué misterios rodean a quien, por momentos, lidera las encuestas? ¿Es el candidato vergonzante que ha destruido al Tea Party para transformarse en el hombre que todos votarían?

Tamañas preguntas sobrevuelan las redacciones y los mentideros políticos, en busca de respuestas para analizar el futuro de Estados Unidos. ¿Los republicanos están en capacidad de resistir los embates de los demócratas ante un candidato tan rupestre? ¿Cumplirá sus amenazas de fundar un nuevo partido político si no se lo admite como candidato único?

El Partido Republicano, hastiado de la prepotencia de Teodoro Roosevelt, no aceptó su nueva postulación. El Gran Cazador montó en cólera; fundó su propio partido. Permitiendo, de esa manera, el triunfo del demócrata Woodrow Wilson. Las otras tentativas de rebelión contra el candidato designado por la Convención no fueron muy lejos -explica Raymond Cartier en un antiguo informe sobre la historia electoral estadounidense-. La más resonante tuvo lugar en 1952. Después de una lucha encarnizada, los republicanos habían elegido a Eisenhower, contra el senador Robert Taft, candidato del ala conservadora.

Al día siguiente, en la misma ciudad donde se realizaba la convención, el “Chicago Tribune” anunció, bajo un enorme titular dramático de su propietario Robert McCormick, que no aceptaría esta traición a los principios republicanos y fundaba un American Party para combatir y vencer al general que había vencido a Hitler. A la mañana siguiente, Tribune hablaba de otra cosa. El American Party y el candidato quedaron en el tintero del director.

Donald Trump aparece en la escena política como representante de Troglodia. Compite, con éxito, en ser el más intolerante, el más reaccionario, el más desconectado de las necesidades de los trabajadores y de una empobrecida clase media que, aún, no ha logrado reponerse de la crisis económica que la azotó con dureza.

Parece venir de una dimensión desconocida, una donde el desempleo no cuelga con terquedad y donde la mitad de la población no vive en la pobreza o rasguña con salarios de hambre.

Trump ya es un fenómeno político de alcances insospechados. “Su irrupción ha sido espeluznante. Nadie sabe cómo enfrentar o contener la fuerza de sus bravuconadas. Sus rivales partidarios le reprochan sus modales pero evitan pronunciarse sobre los asuntos que él aborda sin ningún complejo. Usa el mismo tono de desprecio que durante años se le escuchó al pronunciar la frase «you’re fired» (estás despedido) en el programa televisivo El aprendiz. El precandidato descarga su ira antimigrante sin contemplar más consecuencias que su presunto beneficio electoral. A su manera, su temible incontinencia verbal subraya que el poder no es tal si no sirve para hacer y decir todo lo que uno quiere (…)
Trump no se sumó como cualquier otro a la lucha por el poder; directamente lo tomó. Y como lo tiene, no respeta ningún límite. La inquietante lección de su campaña electoral indica que en la naturaleza del poder habita el germen de la impunidad.

La respuesta de la sociedad civil ha sido contundente. Univision y Televisa, las tiendas Macy’s, Carlos Slim, Shakira, muchas publicaciones y un gran número de artistas de cine, cantantes, escritores conforman esa avanzada.

“¿Es bueno o malo que el tema racial, hasta ahora evitado en las campañas políticas norteamericanas, salga a la luz e incluso pase a ser protagonista en la próxima elección presidencial?”, se plantea Mario Vargas Llosa.

“Hay quienes consideran que, pese a las sucias razones que han empujado a Donald Trump a servirse de él (…) no es malo que el asunto se ventile abiertamente, en vez de estar supurando en la sombra, sin que nadie lo contradiga y refute las falsas estadísticas en que pretende apoyarse el racismo antihispánico. Tal vez tengan razón.

Por ejemplo, las afirmaciones de Trump han permitido que distintas agencias y encuestadoras (….) demuestren que es absolutamente falso que la inmigración mexicana haya venido creciendo sistemáticamente. Por el contrario, la propia Oficina del Censo (…) acaba de hacer saber que en la última década el flujo migratorio procedente de México cayó de 400.000 a 125.000 el año pasado. Y que la tendencia sigue siendo decreciente.

El problema es que el racismo no es nunca racional, no está jamás sustentado en datos objetivos sino en prejuicios, suspicacias y miedos inveterados hacia el “otro”, el que es distinto, tiene otro color de piel, habla otra lengua, adora a otros dioses y practica costumbres diferentes.

Por eso es tan difícil derrotarlo con ideas, apelando a la sensatez. Todas las sociedades, sin excepción, alientan en su seno esos sentimientos torvos, contra los que, a menudo, la cultura es ineficaz y a veces impotente. Ella los reduce, desde luego, y a menudo los sepulta en el inconsciente colectivo.

Pero nunca llegan a desaparecer del todo y, sobre todo en los momentos de confusión y de crisis, suelen, atizados por demagogos políticos o fanáticos religiosos, aflorar a la superficie y producir los chivos expiatorios en los que grandes sectores, a veces incluso la mayoría de la población, se exonera a sí misma de sus responsabilidades (…).

Remover aquellas aguas puercas de los bajos fondos irracionales es sumamente peligroso, pues el racismo es siempre fuente de violencias atroces y puede llegar a destruir la convivencia pacífica y socavar profundamente los derechos humanos y la libertad”.

 

 

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