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Don Juan y el azor

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Por Carlos Ighina (*)

Muchos tenemos en nuestra memoria las pechinas de los cruceros de alguna de las grandes iglesias de Córdoba, con la representación de los cuatro evangelistas y la figura de los animales que los identifican, excepto el ángel de San Mateo, claro está.
San Juan, el evangelista poeta, el que escribió el libro de las últimas noticias -de acuerdo con Castellani-, es decir el Apocalipsis, aparece acompañado por un águila, ave garrida, surcadora de cielos, valiente y frontal, dotada de una visión no solamente certera sino además penetrante, que capta y captura, potenciada con la posesión de una sutileza que trasciende los habituales cinco sentidos.
San Juan y el águila nos sugieren otra imagen, la de don Juan y el azor. Don Juan puede ser el apelativo de un seductor, la referencia al zorro (cánido que se distingue por su sagacidad) pero también el nombre de un almacenero de barrio. En nuestro caso no nos es lícito ni posible entrar en la temeridad de las suposiciones, señalando las condiciones amatorias de uno de los personajes de estas consideraciones, aunque, bien puesto le podría quedar lo de la sagacidad, y sin temor a equivocarnos podemos afirmar que nació y se crió en el espacio de un almacén que se llamaba “La Abundancia”, que estaba otrora los tiempos, en el viejo Pueblo General Paz.
A partir de ese origen, nuestro hombre alcanzó luego visión de águila y como el heráldico volador de presa de fama imbatible, entibió plumas, pero plumas entre los dedos, como el evangelista, imitándolo en el culto de la ars poética y de las narraciones apasionantes. No sabemos, en tren de las siempre odiosas comparaciones, si trepó a la dimensión del vuelo del discípulo amado. Pero sí podemos proclamar que tuvo vuelo propio, muy propio, fruto de su también muy personal talento. Eso sí, como San Juan, tuvo una edad centenaria. Arremetió seguro e inspirado con toda modalidad literaria: novela, cuento, artículos, ensayo, poesía, historia, traducción y sus famosos palíndromos, frases que se leen igual desde adelante que desde atrás. “¿Acaso hubo búhos acá?”, se preguntaba don Juan en uno de ellos, desbordando ingenio y soltura en el dominio de la lengua.
Escribió más de 50 obras, tarea de creación que lo constituye en uno de los autores argentinos más prolíficos. Publicó 27, o sea, poco más de la mitad de lo que literariamente produjo. Tuvo muchos y merecidos distingos, pero digamos solamente que fue miembro de la Academia Argentina de Letras.

Era don Juan Filloy
El azor es un ave rapaz de buen tamaño -que muchos confunden con el halcón-, emparentada al águila por las formas de su cabeza -lo que hace suponer en las debidas proporciones que contiene un cerebro semejante-, por la curvatura del pico y por la agudeza de su visión. Su especie es del género de los seres aquilinos.
Los azores son capaces de volar sin problemas en un ambiente denso, como el de los frondosos bosques, y con desplazamientos rasantes e inequívocos. Nuestro segundo personaje también nació en un nido de Pueblo General Paz, aunque luego tuviera arboleda, arroyo y elevaciones terrosas en los leyendosos pagos de Pueblo Nuevo y El Abrojal, guardadores de las más antañosas tradiciones de un criollismo urbano en circunstancias amenazantes para la genuinidad de sus costumbres, sus creencias y los modos de su habla.
Entre su gente y por los caseríos y parajes, lanzó su mirada escrutadora. Oyó, escuchó, indagó y también, como el evangelista, narró y rescató la palabra. En su caso un habla de matices peculiares, con economía de vocales, consonantes y hasta de términos enteros, como él mismo lo manifestó. Códigos hablados que necesitaban un decodificador. Él lo fue.
Fue padre de un poemario heterodoxo y críptico, fue un cronista riguroso y abarcante. Su lenguaje fue coloquial, simple, gracioso, didáctico y de un “lirismo enternecido”, como se dijo.
En “Ancua” reunió sus poemas. En “Duendes en Córdoba” nos descubrió a su pueblo. En “Cordobeseando” siguió trasmitiendo sus memorias con tonada. En “Comidas cordobesas de ayer” nos recuperó un recetario que se hubiera dispersado inédito, extinguiéndose junto con la vida misma de los mayores.

Después de su último vuelo, manos amorosas llevaron a la imprenta una colección de artículos y memorias, y así se forjaron, para solaz de los cordobeses, Infancia, piquillín y mistol, donde ve y presenta su ámbito inmediato con ojos de niño; y Lo que quedó en el tintero, recopilación de personajes, personas, anécdotas, sitios, cuentos, festejos y medicina casera, como reflejos de núcleos sociales que nos acompañaron en el transcurso de las primeras décadas del siglo XX.
Quizás no tuvo la majestad del águila pero sí el carisma de la penetración anímica en la idiosincrasia de la gente de su entorno.
¿Qué cazó el azor, joya del arte de la cetrería? Sentimientos, emociones, ingenuas creencias colectivas, ritos de arraigadas supersticiones, modus vivendi de hombres y mujeres de un pueblo criollo enancado en afianzadas tradiciones, haciendo notar que no existe el tiempo ni el espacio, que Córdoba tiene vocación de eternidad.
Era don Azor Grimaut.

Qué dijo don Juan de don Azor:
“Azor Grimaut, en las páginas de La Voz del Interior ha escrito páginas tan copiosas de información, tan hondas de ternura retrospectiva que me siento inhibido. Y lo único que puedo hacer es rociar sus remembranzas con lágrimas de ternura de mi niñez”.
Y qué agregó el águila de su colorido pariente:
“Más he aquí a Azor Grimaut que sale por los fueros de su vecindad. Y en las páginas de La Voz del Interior, usando el seudónimo de LOICA honra ese pájaro de voz dulce y melodiosa mediante crónicas que lo son para el oído del suburbio”.
Indiscutiblemente, Azor Grimaut fue el campeador veraz y sutil del arrabal de Córdoba. Dotado de la ternura imprescindible, ha recorrido el Río y el Alto otrora, sus remansos y montes, historiando su naturaleza y modalidades prevalentes. Nada escapa a su inventario romántico. Y al detenerse en el hábitat primitivo de la costa y aledaños ¡cómo emociona verlo catalogar, entre datos de peso, a la florcita que asoma entre los yuyos y a la corzuela de grandes ojos ofuscados!
Thomas Wolfe ha dicho que toda creación es la construcción de un cerco. Y bien, reverenciemos a este cronista que nunca traspuso su amor del suburbio. Que penetra en él y se identifica. Porque es leal al paisaje, no su contrabandista. Porque expresa sin exprimir a los seres que aborda. Y porque en angeología lugareña, recuerdos y añoranzas vuelan como presencias tutelares”.
Todos estos valimientos sobre don Azor los escribió don Juan en Esto fui, su libro de memorias de infancia.
El vuelo del águila duró 105 años (1894-2000); el del azor 84 (1902-1986). Córdoba los envolvió en su regazo, así como los vio nacer.
En fin, águila y azor, seres del aire y del cielo, criaturas aladas de la misma estirpe, linaje de poetas que más allá de las nubes se juntan en un universo que comparten y que les pertenece, diáfano de verdades, dilatada sede del gozo de lo simple y de lo bello.
Imaginamos la risa franca de don Juan rubricando los recuerdos de don Azor, en un coloquio atemporal, olvidado de vanos reparos, disfrutando de una fraternidad que intuitivamente cultivaron a lo largo de sus fecundas, laboriosas y cristalinas vidas terrenas.

(*) Abogado-notario. Historiador urbano-costumbrista.
Premio Jerónimo Luis de Cabrera

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