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Defensor de narcos

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Fue el referente de la admiración y la condena en los ámbitos penales en la convulsionada Colombia de fines del siglo XX

Por Luis R. Carranza Torres

Gustavo Salazar Pineda nació en El Santuario, un pequeño pero colorido municipio colombiano en el departamento de Antioquia. Se recibió de abogado en la Universidad Libre, una casa de estudios privada, de carácter laico, con su principal sede en el Distrito Capital de Bogotá. Luego se especializó en Derecho Penal y Ciencias Criminológicas en el Externado, otra universidad privada, también en Bogotá.
En 1984 fue elegido el mejor penalista del país. Profesor universitario en el rubro, es autor de más de 18 libros de derecho penal y sobre sus defensas judiciales.
Ha sido también defensor de varios de los más conocidos capos de las drogas de los cárteles colombianos, así como de miembros del movimiento guerrillero M-19 por la toma del Palacio de Justicia, ocurrida el 6 de noviembre de 1985.
La veta judicial de la historia de la violencia en Colombia en las dos últimas décadas del siglo XX no puede ser escrita sin referirse a él. Admirado y odiado, ensalzado y denostado, pocos le ganaban en el arte de persuadir dentro o fuera de los tribunales. Habilidad a que echó mano, más de una vez, para salvar la propia existencia.

Por ejemplo, en esa fría mañana de 1997 cuando quedó, en su propio estudio, frente a frente con el sicario enviado a echarle de este mundo múltiples disparos mediante. Como observó que el sicario dudaba si empezar a dispararle o no, Salazar se echó de espaldas en su silla, respiró profundo y preparó un discurso. En esa ocasión no abogaba por la suerte de otros sino por su propia vida. Palabra más, palabra menos, le dijo algo así: “Mire muchacho, si usted viene a matarme, hágalo, pero sepa que ‘Tomate’ no le va a pagar esta vuelta. A él le gusta hacerle ‘conejo’ a los sicarios. Usted me cayó bien y se ve que es un buen muchacho. Más bien llame a su jefe y dígale que yo le mandé decir que él es un ‘lavaperros de narcotraficante barato”.
El sicario bajó su arma, tan sorprendido como asustado. Salazar Pineda era lo más cercano a un seguro de salvación para quien caía preso en las esferas más jodidas de la mafia colombiana. Por ahí, algún otro de sus clientes, que sí depositaba esperanzas en su actividad profesional, podía tomar a mal que le metieran un par de “luces” antes de que consiguiera sacarlo del penal. Por eso, tomó el teléfono y llamó a su jefe en la cárcel de La Picota, un centro penitenciario localizado al sureste de Bogotá. El empleador era, nada menos, que Juan Diego Arcila Henao, alias “Tomate”, uno de los narcos más pesados de Colombia a la fecha.
Cuando lo comunicaron, el sicario le dijo: “Jefe aquí le paso al doctor Salazar”. Sin miedo, y con marcado acento paisa, el abogado le dijo: “Yo sé que estás berraco (furioso, resentido) porque no me he podido concentrar en tu caso, pero he tenido que defender a otros narcotraficantes. Ahora bien, si no me han podido matar otros capos de categoría, mucho menos me va a matar usted que es un comemierda. Si quieres que siga con tu defensa pórtate como un hombre decente”.
Salazar colgó el teléfono sin aguardar contestación y, acto seguido, le dio unos billetes al sicario para que volviera a Medellín. El tipo encargado de ir a matarlo terminó dándole las gracias. Tomate, por su parte, no volvió a expresar quejas por el supuesto letargo de actuación profesional.
Fue una de las más de cuarenta amenazas de las que ha sido víctima por atender a los casos de los principales narcotraficantes del país. Una línea de actuación profesional que conducía, con igual intensidad, a la riqueza y a la tumba. Más de setenta abogados, por la época, no tuvieron su suerte o su muñeca y murieron en la guerra de los narcos colombianos. “En ese mundo hay que tener mente de ajedrecista para mantenerse vivo”, reconocerá Salazar luego. En otra ocasión, cuando le preguntaron nada menos que por qué seguía vivio, respondió: “Porque la vida lo ha querido así. Pienso yo que no he traspasado los límites de lo que es un abogado”.
Ese tipo de capacidad de cálculo, a la par de hacer de él un sobreviviente, también lo convirtieron en un millonario por las defensas efectuadas de  mafiosos de todos los rubros. En particular, de los líderes narcotráfico colombiano. Sobreviviente a más de 70 abogados que murieron en la guerra narco.

Alguna vez expresó, aquí en Argentina, su particular opinión sobre Pablo Escobar Gavira: “Los malos tienen su encanto. Lo que pasa es que a Pablo Escobar sólo se le mira lo malo. Como padre y como esposo era ejemplar. Tal vez como ciudadano no era el mejor. El mafioso tiene muchos valores: ama a sus hijos, ama a la familia y ama a su esposa; puedo decir que son unos excelentes padres, mucho mejores que algunos buenos ciudadanos”.
Luego de su época, tan dorada como discutida, de ejercicio profesional, Salazar Pineda se dedicó a viajar y seguir con “pocas pero buenas” defensas. También escribió un libro polémico, El confidente de la mafia se confiesa, en el cual pone el acento en los lazos del narcotráfico con el poder político de turno.
En una entrevista en la gira de promoción de la obra le preguntaron si tenía algo para confesar, además de lo puesto en el libro. Dijo sobre eso: “Confieso que he vivido intensa y apasionadamente”.
Se lo ame u odie, casi nadie podría poner en duda eso.

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