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Código nuevo, códigos viejos

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Las lecciones de Clío sobre la codificación. La entrada en vigencia de una ley es sólo un punto de inicio de algo mucho más complejo.

Por Luis R. Carranza Torres

Atravesamos la primera semana de la puesta en vigencia del nuevo Código Civil y Comercial de la Nación. Tanto el Código Civil de Vélez Sársfield como los pocos artículos del Código de Comercio que aún se mantenían vigentes han dejado de aplicarse en el presente, pero todavía habrán de regular las situaciones consolidadas en el pasado, previas al inicio de agosto de 2015.

No sólo se trata de un nuevo código sino que éste trae aparejada una importante unificación del derecho privado. Por otra parte, la exclusión del Estado de sus normas de responsabilidad, no poco criticada, y de las sanciones conminatorias por no cumplir resoluciones judiciales, habla de una orientación a regir situaciones respecto de particulares antes que las comunes del derecho en la materia. Al menos, desde la normativa. Como todo en el derecho, en el fondo es un proceso cultural y la doctrina o la jurisprudencia aún pueden darle otro sentido.

Eso marca una diferencia con el viejo código, que sí tenía la voluntad de ius comune. Es decir, de resultar una norma que estableciera los principios y normas jurídicas generales, aplicables en todas las ramas salvo que se las excluyera en virtud de la regla de la ley específica. Con ello el nuevo código, al menos desde su letra, se acerca más al sistema francés, en el cual las normas sobre el actuar de los particulares y las aplicables al Estado van cada una por su lado, y la Administración tiene hasta sus propios tribunales por fuera del poder judicial.

Qué debe regular y qué no un código ha sido una cuestión tan debatida como cambiante en la historia.

No es raro que el uso del código como técnica de regulación legal haya surgido a las puertas de la “edad contemporánea”, cuyo hito de inicio es la Revolución Francesa. Los acontecimientos de esa época fueron consecuencia de transformaciones aceleradas en la economía, la sociedad y la tecnología, que naturalmente debían tener su impacto en la forma de establecer el derecho.

El Codex Maximilianeus Bavaricus Civilis, promulgado en el ducado de Baviera en 1756, fue el primero en usar el término por ese tiempo. Estaba redactado en alemán aunque incluía normas en latín. Seguía los cánones del usus modernus pandectarum, una reinterpretación del Corpus Iuris Civilis de Justiniano a la luz de las nuevas obras de doctrina alemanas y las leyes germánicas más establecidas. Fue por demás longevo en su vigencia, permaneciendo en aplicación hasta que entró en vigencia el Bürgerliches Gesetzbuch, el Código Civil alemán, en 1900.

El siguiente ordenamiento en la materia fue el Allgemeines Landrecht für die Preussischen Staaten del 1 de junio de 1794. Se trataba de una codificación general para el reino de Prusia, llevada a cabo bajo los reinados de Federico El Grande y Federico Guillermo II. La parte civil fue elaborada por el jurista Carl Gottlieb Svarez, y su homólogo Ernst Ferdinand Klein se ocupó de los aspectos penales, bajo el  auspicio del canciller prusiano Johann Heinrich von Carmer. Abarcaba materias de derecho civil, penal, lo que hoy sería derecho administrativo, así como normas procesales, siendo a la fecha la única tentativa moderna en una codificación global del derecho.

Le cupo al Code civil des français -sancionado en 1804 e impulsado por Napoleón- ser el primer ordenamiento de ese nombre que satisfacía los cánones del movimiento codificador moderno.

El clérigo y jurista José de Espiga y Gadea, diputado por el Principado de Cataluña en las Cortes de Cádiz, introdujo en el derecho hispanoamericano -vía la Constitución española de 1812- la aspiración codificadora, disponiéndose en ella: «El Código civil, criminal y de comercio” serían los mismos para todo el reino.

El primer código civil dictado en América fue el de Luisiana, de 1804, inspirado en el todavía proyecto del Código francés. Le sigue Haití en 1825, que adoptó el Código Napoleónico. Los códigos del Estado mexicano de Oaxaca, en 1827, y de Bolivia, en 1830, son también reproducciones del ordenamiento galo.

Perú, en cambio, promulgó en 1852 un código civil original, que sumaba a la influencia francesa el derecho castellano que había regido en su territorio. El código redactado por Andrés Bello y que Chile adoptó en 1855 sigue también esa combinación de fuentes.
En 1869 se promulgó el Código Civil argentino, llevado a cabo por Dalmacio Vélez Sársfield, que entraría a regir a partir de 1871. A más del derecho francés, romano y castellano, le sumó las normas pensadas por Augusto Teixeira de Freitas en su Esboço do Código Civil para el Imperio del Brasil. Paraguay, en 1876, y Nicaragua, en 1904, lo adoptarían como norma propia.

No es poco lo que la obra de don Dalmacio nos ha dado. No son menos los desafíos a los que este nuevo Código Civil y Comercial tendrá que dar respuesta. Pero nos parece útil recordar que un código no se reduce a la  fría letra de la ley. Es, fundamentalmente, la dinámica de su aplicación. Y a más de lo que diga o deje de decir, reflexivamente o a las apuradas, la doctrina, son los actuarios jurídicos, principiando por la actividad de los tribunales de justicia, los que terminan de dotar de significado a todos los conceptos que involucra, hoy todavía “pendientes” en sus posibilidades de entendimiento.

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