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Cabildos abiertos eran los de antes

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Por Luis R. Carranza Torres / Ilustración: Luis Yong

La Plaza Mayor de Buenos Aires, renombrada Plaza de la Victoria luego de vencer por dos veces al invasor inglés, amaneció ese día cercada por las tropas de Patricios y los granaderos de infantería de la guardia virreinal.

Tales soldados eran criollos artesanos, pequeños productores de artículos manufacturados de especialidades varias y, en segundo término, jornaleros, empleados como dependientes para un patrón, tanto en la ciudad como en sus “orillas”. Ellos pasaban de la vida civil a la militar en caso de necesidad pública, como el de ese momento.

Por fuera del cordón militar que cerraba el paso al Cabildo estaban dando vueltas los chisperos de French y Beruti. Eustoquio Antonio Díaz Vélez, teniente coronel de Patricios, era la autoridad a cargo de las tropas y de revisar que nadie sin invitación se “colara” en la reunión.

Ya desde temprano fueron llegando los «cabildantes». De los 450 invitados, sólo concurrieron 251. También estaba presente una «barra» entusiasta. En la plaza French, Beruti y los “infernales” esperaban las novedades y trataban de “atajar” a los realistas más conspicuos para que no asistieran a la sesión.

Como expresó el depuesto virrey Cisneros en una carta dirigida al rey Fernando VII con fecha 22 de junio de 1810: “Había yo ordenado que se apostase para este acto una compañía en cada bocacalle de las de la plaza, a fin de que no se permitiese entrar en ella ni subir a las Casas Capitulares persona alguna que no fuese de las citadas; pero la tropa y los oficiales eran del partido criollo; hacían lo que sus comandantes les prevenían secretamente y éstos les prevenían lo que les ordenaba la facción: negaban el paso a la plaza a los vecinos honrados y lo franqueaban a los de la confabulación; tenían algunos oficiales copia de las esquelas de convite sin nombre y con ellos introducían a las casas del Ayuntamiento a sujetos no citados por el Cabildo o porque los conocían de la parcialidad o porque los ganaban con dinero. Así es que en una Ciudad de más de tres mil vecinos de distinción y nombre, solamente concurrieron doscientos y de éstos, muchos pulperos, algunos artesanos, otros hijos de familia y los más ignorantes y sin las menores nociones para discutir un asunto de la mayor gravedad”.1

Respecto de tal participación popular, merced a las invitaciones extras de Donato, otro testigo agrega con escándalo: «Ese número y esa clase de gente decidieron en congreso público de la suerte de todo el virreinato, con miras de decir América».

Para la reunión el Cabildo había gastado, al fiado en su mayor parte, 521 pesos en la compra de tres relojes, la iluminación de las galerías y la comida. Se trajeron bancos de las iglesias cercanas para acomodar a la concurrencia y se dispuso de vino en botellones, bocadillos de papa o batata, frutas, mazamorra y natilla para consumir en los intermedios.

En un largo escaño y cerca de la puerta de entrada, se veían sentados al doctor Castelli y a Paso. Belgrano y el joven teniente de infantería don Nicolás de Vedia ocupaban el extremo del escaño.

Belgrano era el encargado de hacer la señal con un pañuelo blanco por la ventana a “Los Chisperos” de French que estaban en la plaza, en caso de que los españoles tratasen de violentar la asamblea.

Se abrió un debate que fue comenzado por el escribano del Cabildo, Justo Núñez. El acto se abrió con la lectura de la opinión del Cabildo, que planteaba la posibilidad de un cambio moderado, para la cual deberían consultar con las provincias interiores del virreinato y en tanto seguía el virrey a cargo. Es decir, no hacer nada y patear la cosa para delante hasta que los ánimos se calmasen.

Los distintos debates fueron muy acalorados, despertando las pasiones de ambos bandos. El coronel Francisco Orduña, partidario del virrey, contará horrorizado que mientras hablaba fue tratado de loco por no participar de las ideas revolucionarias «… mientras que a los que no votaban contra el jefe (Cisneros), se les mofaba o chiflaba.»

Abriendo la lista de oradores, principió el Obispo de Buenos Aires, Benito de Lué y Riega, quien aconsejó dejar todo como estaba.

Del lado patriota le contestó Juan José Castelli, para quien los pueblos americanos debían asumir el gobierno mientras el rey Fernando VII estuviese cautivo de Francia. Era el pensamiento del grupo revolucionario. Su postulado central era que al no existir ya un gobierno legal en España, los de América eran caducos, entonces el poder volvía al pueblo, quien lo había depositado en la figura del rey. Entonces era al pueblo a quien le correspondía elegir un nuevo gobierno.

Prosiguió haciendo uso de la palabra el militar Ruiz Huidobro, quien expuso que si había cesado en el cargo el Rey Fernando VII, también caducaba el mando del Virrey Cisneros, y que el Cabildo debía decidir el sucesor.

A esto respondió el fiscal Manuel Genaro Villota, que señaló que Buenos Aires no tenía derecho a tomar decisiones sobre la legitimidad del virrey o del Consejo de Regencia de España, ya que sólo era una parte del virreinato y había otros virreinatos en América. Si cada pueblo decidía por sí, la unidad del país (España), se vería rota. Con lo que indirectamente lo estaba acusando de querer independizarse.

Otro de los revolucionarios, Juan José Paso, le respondió a Villota diciendo que tenía razón en lo primero, pero que puesto que no se sabía si Francia querría seguir su conquista en las colonias americanas, era urgente tomar una decisión, y esperar a que todos los pueblos emitieran una opinión llevaría mucho tiempo. Por lo que Buenos Aires haría de hermana mayor al tomar la iniciativa, y luego se invitaría a las demás ciudades a tomar parte y opinar.

Luego de otros discursos, se procedió a votar. Algo largo y tedioso, ya que los votos eran públicos, firmados y leídos por el escribano. Tres posturas quedaron fijas, la españolista, la revolucionaria y una intermedia moderada. En general se quería que el virrey cesara en su cargo, pero no se decidía quién debían asumir el mando ni cómo.

Ya el día de sesiones había muerto luego de cumplirse la medianoche, incluso por lo largo de la sesión, muchos se fueron antes y no votaron, por lo que se decidió dejar el escrutinio para el día siguiente.

En la dispersión de la concurrencia que siguió a la finalización de la sesión, se cruzaron bajo la puerta principal, Vicente López y Mariano Moreno. Al primero le llamó la atención el desánimo del segundo. Ambos habían votado por el cese del virrey, pero con ciertos recaudos, sin participar en otra alternancia.

Ni uno ni otro habría proferido palabra, más que a la hora del voto. Es que, sobre todo Moreno, era partidario de los criollos, pero tenía un empleo de relator y abogado de la Real Audiencia, totalmente pro virrey. Hablar hubiera sido quedarse sin trabajo.

¿Está usted fatigado? —le preguntó López, con tacto.
Moreno no se perdió en preámbulos.

—Tenía mis sospechas de que el Cabildo podía traicionarnos, y ahora le digo a usted que estamos traicionados. Acabo de saberlo, y si no nos prevenimos, los godos nos han de ahorcar antes de poco.

(1) Archivo General de Indias. Sevilla. E. 122 C.C.L.26, 1810. Carta del Virrey de Buenos Aires donde cuenta a Su Majestad con varios documentos que acompaña, de los sucesos ocurridos en la Capital, en el mes de mayo de aquel año. Buenos Aires, 23 de junio de 1810.

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