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Breve aproximación al pensamiento de Georg Lukács

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Los archivos suelen deparar sorpresas excepcionales. Este fin de semana fue uno de esos que nos llenó de placer. Reordenando el segmento donde se domicilian grandes reportajes y entrevistas, di con uno olvidado.

Una ajada página de L’Express informa del encuentro y diálogo –quizás el último del que se tenga registro- entre el filósofo marxista Georg Lukács y el historiador y periodista François Erval.

Nos es difícil imaginar la entrevista entre tamaños personajes. Luckács, a la sazón, contaba con ochenta y cuatro años. Vive en su casa-biblioteca de Budapest cuyos ventanales muestran un segmento maravilloso del Danubio. Se trata del mayor filósofo marxista contemporáneo y uno de los pensadores más vigorosos que haya dado el siglo XX. Vivió y fue protagonista del drama europeo. Entre 1923 y 1956 padeció el drama del creyente, del que suponía que el socialismo real se corporizaba en el Partido Comunista hasta que, en un gesto de profunda autocrítica, frente a los excesos de Stalin, destruye parte importante de su obra. Asume puestos en la vanguardia del proceso de desestalinización que vive Europa del Este, situación que le lleva al destierro siendo parte importante, más tarde, del debate y construcción del eurocomunismo.

“No concibe al hombre de manera abstracta sino como miembro de una totalidad concreta, de la sociedad –anota el historiador Ceferino Cristian Bavasso-. El hombre mismo como fundamento objetivo de la dialéctica histórica, como sujeto-objeto idéntico subyacente a ésta, contribuye decisivamente al proceso dialéctico. Esto es porque el hombre es y al mismo tiempo no es. Y como este hombre que no es se convierte en medida de todas las cosas, en verdadero demiurgo de la historia, su no-ser tiene que producir enseguida la forma concreta e históricamente dialéctica del conocimiento crítico del presente, la forma en la cual el hombre está necesariamente condenado al no-ser. La negación de su ser se concreta, en conocimiento de la sociedad burguesa, mientras que aparece claramente -medida con el patrón humano- la dialéctica de la sociedad burguesa, la contradicción de sus abstractas categorías de la reflexión. Las limitaciones del humanismo consisten en que parte de una condición empírica estructuralmente inmutable y del hombre como ya dado o existente. La transformación histórica no puede ser un producto individual, porque el individuo se enfrenta con una realidad objetiva como con un complejo de cosas rígidas, dadas e inmutables, sino que tiene que ser obra de un nosotros (pero no abstracto, como el espíritu del pueblo, la especie o la humanidad sino concreto: la clase)”.

La descripción del personaje-objeto de nuestra aproximación es un retrato perfecto. Yo lo observo –anota François Erval-. Un rostro apergaminado. Sus ojos profundamente insertados en las órbitas, dos ojos movedizos que miran como si quisieran subrayar cada frase y que escudriñan la acogida a las palabras pronunciadas. Es, en efecto, la única posibilidad de control del dueño de casa, porque es difícil interrumpirlo, incómodo expresar la aprobación o las reservas (…) Es pequeño, delgado, no debe pesar más de cincuenta kilos, pero posee una agilidad, una vivacidad desconcertante. Acomodado en su sillón fuma su cigarro, su segundo cigarro. Detrás de él, la reproducción de un cuadro de Jeronimus Bosch. Habla el francés con una rapidez vertiginosa, sin la menor duda y casi sin faltas. Una sola vuelve a lo largo de la discusión (¿se trata de una discusión o de una exposición?); parece ignorar el término “cartesiano” y lo reemplaza por “descartesiano”. Pero ¿no es acaso una falta perdonable, ya que proviene de un marxista que no se apasiona demasiado por las filosofías idealistas?

Luckács comienza el relato de su vida diciendo: “Yo no tenía aún diez años cuando leí Homero. La lectura de La Ilíada y de La Odisea me marcaron para toda la vida. Leyendo a Homero, yo descubrí la injusticia en el mundo. Después de esa época, siempre pensé oscuramente que nuestra preocupación fundamental debía ser la victoria sobre la injusticia”.

La conversación discurrió por diversas avenidas. Luckács bosqueja un cuadro de la evolución de la literatura, de la gran literatura, de aquella que habla –según sus convicciones- del hombre total. La política parece ausente en sus proposiciones y sin embargo aflora continuamente. Una palabra de Marx, un pensamiento de Lenin, pero también la frase siguiente evoca a Walter Scott o desciende a un análisis de La guerra y la paz, o de La montaña mágica.

Su biografía es rica en detalles. En un período de cerca de cuarenta años fue dos veces nombrado ministro de Educación nacional, primero inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial, durante el gobierno de Bela Kun; la segunda durante el de Imre Nagy, en 1956. En el período entre las dos guerras, viviendo en Berlín, Viena y Moscú, él estuvo tanto “en la línea” como condenado y obligado a desatar sus autocríticas.

Sus obras más célebres –que invitamos a descubrirlas cualquiera sea la adscripción política o filosófica del lector-, Historia y conciencia de clase y El alma y las formas, entre otras, fueron denostadas por él mismo, para ser insertadas luego, durante los últimos años de su vida, en el recorrido de su pensamiento. Otras, menos buenas, escritas durante el “período dogmático” –como designan en Hungría la época stalinista-, parece haberlas olvidado.

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