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Augusto César Ferrari (III)

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Como lo vimos en entregas pasadas, las pinturas monumentales fueron para el arquitecto Augusto César Ferrari una celebrada especialidad. En 1928, en ocasión de festejarse el centenario de Bahía Blanca, el artista presentó dentro de un poliedro construido con tablas de madera (a modo de una amplia torre con capacidad para contener a un centenar de personas) una enorme tela de dimensiones desacostumbradas que reproducía una visión panorámica de la ciudad del sur tomada idealmente hacia 1859. La imagen mostraba el mar, los arroyos, la lejana Sierra de la Ventana, el primitivo fuerte y los restos humeantes del malón que había azotado la fortaleza y su entorno de vecinos.

La crítica comentó la impresionante tela sin demasiados rodeos: “Debemos decir una sola cosa que, en síntesis elocuente, concretará nuestro juicio: maravilloso”. Lamentablemente semejante tarea se perdió definitivamente, como tantos tesoros de nuestro patrimonio artístico, como consecuencia de la desidia y el abandono, pues el panorama fue deteriorándose sin recibir trabajos de mantenimiento ni restauración, de manera que la colosal pintura fue desgajándose de a retazos, acabando en un depósito municipal hasta su pérdida definitiva.
Su hijo León, ganador del León de Oro de la Bienal de Venecia, tuvo con su padre dos cosas en común, ser artista y ser longevo, ya que falleció a los 92 años.
Pero mientras don Augusto dedicó una inmensa parte de su vida artística a la construcción y ornamentación de templos e iglesias, cosechando notoriedad en ese quehacer, León adoptó una actitud contestataria ante la denominada civilización occidental y cristiana. Sus formas de abordar el arte no coincidieron, al punto que León declararía que a su padre no le gustaba lo que él hacía pero que sí se alegraba de que le fuera bien.
León hizo de su trayectoria un cuestionamiento a la intolerancia y al abuso del poder –en 1976 tuvo que tomar el camino del exilio, radicándose en San Pablo-, a punto tal que el New York Times lo calificó como provocador, pero también como uno de los cinco plásticos más importantes del mundo.
A diferencia de su padre, lo abstracto de León Ferrari fue su tendencia, pero la expresividad de sus dibujos e ilustraciones, además de sus tallas, collages y modelados, lo llevaron a consideraciones destacadas en las presentaciones que realizó en centros culturales de renombre en Brasil, México y España.
Desafiante a todo poder y censor irritante en asuntos de materia religiosa, en particular con los contenidos del credo católico, una de sus muestras rayó en el escándalo en la ciudad de Buenos Aires, motivando la reacción airada del entonces cardenal Francisco Bergoglio, quien tildó sus trabajos como obra de un blasfemo y un sinvergüenza.
En Córdoba, en el Centro Cultural España-Córdoba, Entre Ríos 40, también protagonizó otro suceso con visos de escandalete que despertó la iracundia de rigurosos católicos que veían ofendida la pureza de la Virgen María, Madre de Dios. Ellos intentaron dar término a la falta de respeto por medios violentos.
El círculo de seguidores que lo apoyaba justificaba sus obras en nombre de la libertad en el arte, pero lo cierto es que en un ambiente islámico extremo hubiese pagado con su vida semejante atrevimiento.
Así, mientras la obra del padre devenía en el Primer Santuario Cristológico de la república con el transcurrir de los años, las provocaciones artísticas del hijo despertaban la impaciencia del cardenal primado de Argentina.
Testimonios de la obra de Augusto César Ferrari, tanto en lo pictórico como en lo arquitectónico, los podemos buscar también en Llavallol, en las Adoratrices de Martínez (Buenos Aires), en Río Cuarto, en Unquillo, en el mausoleo a la memoria de monseñor Miguel de Andrea y aún en Cambiano, Turín, donde intervino a través de celebrados frescos a pedido del cardenal Agostino Richelmy.
Su figura, distinguida por la barba roja y los anteojos redondos, presentaba a la vez las facetas de lo inspirado y lo concreto, pues volaba la iluminación de su creatividad en la estructura de templos, púlpitos y altares, como en frescos y telas, sin por ello dejar de asumir la más severa de las responsabilidades al momento de la dirección de obras. Tarea que llevaba a cabo con rigor y no menor idoneidad.
A los 85 años se encargó de la restauración de la Iglesia de San Miguel Arcángel, seriamente dañada en 1955, cuando fuera atacada como en otros puntos del país por grupos adeptos al peronismo, que reaccionaban así al bombardeo de la Plaza de Mayo en el mes de junio. El templo conservaba 120 cuadros de Ferrari realizados entre 1918 y 1921. Cinco años antes de la llegada de Ferrari a San Miguel Arcángel, se había casado allí el gran bailarín ruso Vaslav Nijinsky, toda una leyenda de la danza clásica.
Aprovechando la excelencia de sus estudios formativos (además de la Universidad de Génova y la Academia de Turín había cursado Estilos Antiguos y Modernos en el Museo Industrial de Turín) fue al mismo tiempo un pintor merecedor de los mayores elogios allí donde se conocieron sus trabajos, tanto en Argentina como en Europa, como un arquitecto de notoria trascendencia.
Casado con Susana Cecilia del Pardo, quien posaría para él como modelo en centenares de fotografías que luego se perderían, falleció en Buenos Aires, a los 99 años en 1970.

(*) Abogado – Notario. Historiador urbano-costumbrista. Premio Jerónimo Luis de Cabrera.

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