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1989, un otoño caliente en la Europa del Este

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El 9 de noviembre de 1989 cayó el Muro de Berlín. Nada sería igual al día siguiente. Las imágenes y testimonios de los protagonistas -entre ellos el de una cordobesa residente en Leipzig-, que se reiteran en cada aniversario, contienen una enorme carga emotiva. Subyacen en ellos temores y padecimientos a los que fueron sometidos por un régimen autocrático que había implantado un clima de terror.

¿Qué ocurrió después de la caída del Muro? Las multitudes fueron ganando las calles en todas las ciudades del este europeo. Era el tan temido efecto contagio que alguna vez sirvió de excusa para erigir el “muro de la vergüenza”. Ahora derrumba uno tras otro los gobiernos que, en nombre de un socialismo burocratizado y corrupto, sometían a las naciones del Pacto de Varsovia a los designios de los burócratas del Partido Comunista soviético.

Los tiempos se aceleran. Apenas tres meses separan la dimisión del presidente del Consejo de Estado de la República Democrática Alemana, Erich Honecker -18 de octubre de 1989- de la ejecución del rumano Nicolae Ceausescu y de su esposa Elena, el 25 de diciembre, tras la rebelión del Ejército, que se abraza a los manifestantes que claman el final del régimen. Lo hace para garantizar su propia subsistencia y, de paso, reservarse un rol protagónico en el futuro de Rumania.

Los húngaros observaban con cuidado la evolución de los acontecimientos. La supresión del Telón de Acero que los separaba de Austria, celebraran el 19 de agosto de 1989 el primer “picnic paneuropeo” de la historia, ante la mirada asombrada de los guardias fronterizos que no entendían demasiado lo que sucedía. El gobierno de Budapest abroga, en forma unilateral, los acuerdos con los alemanes orientales sobre el control de fronteras. Se cuentan por miles los alemanes que buscan refugio en su territorio. El 26 de noviembre se celebra la primera compulsa electoral en Europa del este.

La caída del Muro y todo lo que se precipitó después modificó radicalmente la realidad internacional. Bulgaria, el régimen más conservador de los gobiernos comunistas del este, ve sacudida su base de sustento. En la madrugada del 10 de noviembre de 1989, un golpe de Estado dentro del Partido Comunista obligó a renunciar a su primer ministro para evitar el desborde popular ocurrido en Berlín. Esa misma tarde fue elegido secretario general del PC Petar Mladenov, un reformista que iniciaría el camino hacia la democratización. Sin embargo, pese a los resguardos gubernamentales, el día18 miles de búlgaros se lanzaron a las calles, desbordando las plazas al grito de ¡libertad, elecciones y democracia!

Miradas sobre el proceso
Nos resulta imprescindible para comprender los aires de cambio recurrir a testimonios de observadores independientes. Es que la transición hacia el capitalismo fue un capítulo complejo: “Vista desde fuera, la Rumania de 1990 daba la imagen de una situación caótica, con conflictos sociales, políticos, étnicos y religiosos (mientras la iglesia Católica recuperaba sus derechos, volvía a desatarse la polémica con la mayoritaria iglesia Ortodoxa por cuestiones patrimoniales), lo que daba la impresión de una sociedad al borde de una guerra civil. Pero como consecuencia de la aprobación de la nueva constitución y la celebración de elecciones generales, el régimen de Iliescu se consolidó en el poder”, leemos en un informe de la Universidad de Alicante, titulado La transición de la dictadura a la democracia. El caso de Rumania.

“Las convulsiones sociales, políticas y religiosas repercutieron negativamente en la actividad económica. Rumania comenzaba una nueva situación política con una economía socialista ultracentralizada, nada funcional y tecnológicamente atrasada. La obsesión de Ceausescu de producir todo dentro del país para no depender de las importaciones (su ambición de lograr uno de los niveles más altos de producción por habitante, las cuatro fábricas de aviones y helicópteros, y la fabricación de coches no competitivos, etc.), unida a la racionalización de recursos financieros y energéticos, había creado una «autarquía» económicamente peligrosa.

Los gigantes industriales (fábricas energéticas, automovilísticas, mineras y de hierro y acero) producían pérdidas, creando auténticos ‘agujeros negros’ en la economía. Anteriormente, la mayor parte de la producción industrial de Rumania había sido dirigida hacia el mercado integrado del antiguo bloque comunista, que ya había cesado su actividad.

Por consiguiente, la producción industrial disminuía de forma incesante, al tiempo que varias fábricas en situación de quiebra recibían la ayuda del Estado. El viejo ideal comunista que preconizaba un patrimonio industrial creado con el sudor del pueblo entero, expresado a través del slogan ‘no vendemos nuestro país’, llevó a un proceso de privatización demasiado largo, ya que no se aceptaron las medidas de choque propuestas por Petre Roman. La clase política rumana no consiguió establecer un programa de adaptación a la economía de mercado, lo que achacaron al ‘peso de la herencia’ del régimen de Ceausescu.
Una serie de privatizaciones dudosas, rodeadas de acusaciones por la prensa de corrupción en el ámbito personal y político, no condujeron a una mejoría en la economía como se esperaba, ya que por lo general contaban con la participación de empresas poco transparentes, las cuales carecían de capital para grandes inversiones”.

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