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El hallazgo de 9.000 dólares. ¿Cosa perdida o descubrimiento de tesoro?

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Por Justo Laje Anaya. Profesor de derecho penal

En el último día de diciembre de 2015, un diario local se preguntaba lo siguiente: ¿Recompensar o no a quienes devuelven dinero extraviado? Todo porque un joven matrimonio había encontrado, enterrada en el jardín del inmueble que alquilaban, la cantidad de 9.000 dólares y, en vez de apropiárselos, procedieron a buscar con empeño y con éxito a un antiguo inquilino de la casa. Luego de comprobar que éste era el dueño, le entregaron la totalidad de aquellos billetes. Por último, dijo la noticia, el beneficiado obsequió a la pareja una botella de champán cuyo precio se acercaba a 65 pesos. Aunque el caso sea interesante por varios motivos, nos detendremos en los más salientes, no sin señalar antes la falta de correspondencia entre lo que se dio y lo que se recibió. Mezquino resultó el premio.

En primer lugar, es importante saber qué es una cosa perdida; qué es un tesoro y cuáles son las consecuencias que de dicha distinción se derivan.

Para que una cosa pueda considerarse perdida es preciso que nadie la tenga en su poder; o bajo su poder. Salvo figuradamente, nadie puede encontrar algo que se halla tenido por otro, así como nadie puede cometer hurto cuando se apodera de una cosa ajena que encontró perdida. Es cosa perdida, por ejemplo, la que en un lugar público quedó olvidada, o la que sin su voluntad dejó de ser tenida por el dueño. Así, es perdido el reloj que, sin darse cuenta, éste lo dejó en un baño de uso común; y también es perdido el dinero que, sin saberlo, se le cayó mientras caminaba por la vía pública. Mas habrá que tener en cuenta que estas cosas son cosas ajenas porque no fueron abandonadas y que, como cosas ajenas, no son susceptibles de ser apropiadas por el hallador.

La ley establece que quien encuentra una cosa perdida y la toma bajo su poder asume las obligaciones del depositario a título oneroso, y que asume también la obligación de restituirla inmediatamente a quien tuviere el derecho de reclamarla. Para el caso en que no pudiere ser individualizado el dueño, la cosa debe ser entregada a la policía del lugar. Y si en vez de observar las obligaciones a su cargo se apropiare de lo que perdido encontró, el delito de defraudación se habrá cometido.

Sin embargo, el deber de restituir queda condicionado al previo pago de los gastos y de la recompensa. Sin el pago de todo lo que se debe no hay entrega y el hallador puede ejercer el derecho de retención.

Quien encontró la cosa ¿puede convertirse en dueño? Efectivamente, ello es posible y, por eso, resultará que el dueño anterior perderá su calidad y que un nuevo propietario, es decir el que tomó la cosa, habrá nacido. Esto ocurre cuando, para liberarse de todo reclamo, el dueño trasmite a este último el dominio del objeto que perdió en su oportunidad.

¿Qué es un tesoro? Es una cosa mueble de valor, que carece de dueño conocido y que se halla oculta en otra cosa mueble o inmueble. No es tesoro la cosa que no fue guardada y que, a la vista, se encuentra en el lugar donde se halla. Según la definición de “tesoro”, no se puede decir que lo es el dinero que contiene la caja fuerte empotrada en una de las paredes del domicilio ajeno. En este sentido, quien se apodera de las alhajas allí depositadas por quien en el lugar vive no es, ni mucho menos, un descubridor de tesoros, sino que es un ladrón de joyas y de alhajas. En cambio, descubre un tesoro aquel operario quien, al retirar el panel de instrumentos del vehículo que le fue dejado para reparaciones, se dio con la grata presencia de una pequeña bolsa que, al ser abierta, dejó ver en su interior monedas de oro que no pertenecían al dueño actual.

Digamos -por último- que, además de las cosas perdidas, no son tesoros todos los objetos de carácter antropológico o arqueológicos que reciben por ley una regulación especial y que forman parte del patrimonio cultural de la Nación. Tampoco tienen el mencionado carácter los objetos que se encuentran en una sepultura de restos humanos mientras subsiste dicha afectación.
Nos preguntamos ahora por la suerte que corre el descubridor del tesoro que es quien lo hace visible, aunque no supiera a ciencia cierta, que descubre un tesoro. Ya hemos visto que quien encuentra una cosa perdida no se convierte en su propietario, salvo en caso de excepción. Tratándose de tesoros, la regla es otra y, aunque sean igualmente cosas ajenas, su régimen legal es distinto. Ello porque solamente con descubrir el tesoro el hallador se convierte en dueño de la mitad. La mitad restante pertenece al dueño de la cosa donde el tesoro fue hallado.

Si ahora regresamos al caso que nos ocupa, podremos verificar que aquella joven pareja que arrendaba el inmueble descubrió por casualidad un tesoro que enterrado se hallaba oculto a la vista de todos, cuyo dueño era desconocido. En síntesis, no encontraron perdida una cosa ajena sino una cosa que había sido guardada bajo tierra porque así lo decidió el dueño que la dejó en dicha situación.
Lo cierto, entonces, fue que los nuevos inquilinos descubrieron un tesoro y que al hacerlo se convirtieron en dueños de la mitad de aquellos 9.000 dólares.
La equivocación se originó porque en vez de considerar lo descubierto como tesoro le dieron el curso de cosa perdida, y por ello fueron por la recompensa -que, más que recompensa, importó un acto de avaricia-. La mezquindad del antiguo dueño le impidió considerar que es mejor no tener tanto que perder todo.

En una palabra, los descubridores del tesoro y el dueño del fundo salieron perdiendo. Y el único que no debió ganar salió beneficiado. Es posible que la situación merezca ser corregida por vía judicial, máxime si se tiene en cuenta que existió, en cierto modo, hasta un enriquecimiento sin causa.
Digamos entonces que quien encuentra una cosa perdida debe devolverla al dueño porque, al ser dicha cosa una cosa ajena, nadie puede convertirse en dueño de lo que es de otro. Y si se quisiere derogar el deber de pagar la recompensa debería pensarse dos veces antes de hacerlo, porque ello importaría dejar de estimular la honestidad y la honradez y, sobre todo, no reconocer que quien pierde las cosas que le son propias lo hace por descuido o por negligencia.

Digamos, entonces, que quien descubre un tesoro se convierte, por ello y por ley, en dueño de la mitad de lo que descubrió, así como el dueño del fundo se convierte en dueño de la restante mitad. Claro es que si el diablo llegare a convencer al descubridor y se apropiare de la mitad ajena, habrá cometido el delito de defraudación. Y más aún: habrá dejado de ser honesto y dejado de ser honrado.

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